"Cuentos Interruptus"
Armando piezas
Te
armo, te imagino por pedazos, parte a parte, formo con tus
piezas esquivas la imagen perfecta que me marca el sueño,
pero una milésima antes de verte completa, se rompe
frágil y debo comenzar de nuevo. Caen revueltos los
fragmentos en el suelo, entre hojas y pétalos del
jardín del olvido, los separo de nuevo con paciencia
y los ensamblo de mil formas, buscando inventar la figura
que irrumpa con su magia en acople magistral. Esa metáfora
sublime, sin remiendos entre empalmes, que irradiando la
luz ámbar ciegue cualquier indiferencia
y en
el último suspiro verte fantasía aparecida,
aquí, de frente.
Y entonces, ver premiado el esfuerzo cuando sea turno de
que empieces tú a armarme.
Al borde
Al
final del abismo, por donde asomaban los pensamientos luciendo
trajes multicolores, está mi indulto contenido. Temeroso
de salir entre el gentío, fluye en contravía,
abriéndose paso entre trajes monótonos y corbatas
sombrías, se adentra, huye de mí, de ti, de
nosotros. Antes de lanzarse suicida por el fondo del despeñadero
que lo aleja, da una mirada queda, se fija en mi sedienta
tristeza y la hace suya. Arrepentido de su miedo, intenta
devolverse y mientras gira, un cúmulo de sentencias
lo derriban. Se levanta molesto y decidido, toma como referencia
mi avidez al borde de ese precipicio que nos separa, convierte
su puño en mano, brinca afuera y se transforma en
gota de agua cuando te escucho, diciéndome que regresas.
El talón
Que
más podrías, hija de Aquiles, que cantar entre
las pulsaciones de tu atrapado corazón, que rogar
porque el veneno se riegue entre el bamboleo de mimos y
el desfile de vidrios triturados que presientes. Herida
estás, de muerte, entregada a que los ríos
de savia te desborden en la intoxicación por sobredosis
de cobalto, febril esperas que se extienda en tu paisaje
aquella pócima que en certera puntería te
ha irrigado la saeta enviada. Goza y cántale al oportuno
festín de los perniles, que de un solo bocado te
ha tragado. De nada vale retirar el dardo que encontró
tu débil punto, déjalo volver allí
las veces que prefiera; pide que lo lance otra vez, ruega
porque encuentre de nuevo esa nota que a vibrar te manda.
Clave de sol, que entre acordes te convierte en Mesalina,
entrégate toda, déjate pulsar, abre el compás
de tus piernas que te convierte en melodía.
Cueva de Mime
Despierta,
Brunhilde, vela para que no te paralice el desaliento, recuerda
que posees la calidad esencial de todo buscador de la verdad:
la falta de miedo; vamos, forja para mí la espada
que ningún herrero ha podido regalarme. Yo por ahora
blando la desbaratada Nothung, ya que soldé sus pedazos
y la rehice a pulso sin consejo de artesano. Vamos, sé
tú el caldero, vierte el cálido metal y deja
que yo golpee sobre el yunque hasta fundirla-fundirnos en
aleación sonora. Y entrégame el anillo, no
seas obstinada, déjate domar por quien sólo
conoce miedo y derrota en las hojas del diccionario. Decide
rápido, apúrate, ya llego. Me sumergiré
hacia tu roca rodeada de fuego, pasaré firme entre
ella sin quemarme, guiado por el ave de la intuición
despertaré y cortejaré a la belleza durmiente,
buscando que me concedas lo que con tanto ardor he perseguido
durante muchas vidas. Sin desviarme, te acogeré en
mis brazos y en la armonía de las esferas con un
beso ferviente, despertaré al espíritu de
la verdad de su largo sueño y cabalgaremos desde
la madrugada hasta la medianoche en el más impetuoso
de los corceles celestes. Despierta, Brunhilde, no sigas
sumida en sueños, despabila tu intrepidez soltando
el nudo que te ata, quema esos lazos en el círculo
de las llamas encendidas. Entérate insomne que lo
que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a encontrarte
delirando como ahora, no seré llamado Siegfried y
diré que Mime, el feo Nibelungo no es un enano; si,
echándote mano, no te despojo del vestido que cubre
tus vergüenzas y no te envío golosa a tocar
la flauta entre los lirios. Advertida quedas.
Del jardín perfumado
Que
venga el domador que quiere domesticarme, este que me ha
puesto puñal incrustando la carne de mi ánimo
con bozales de alambradas de púas Quién
eres
Fany
G. Jaretón
Maceraba plantas y flores para obtener ungüentos. Sabía
componer igual de bien perfumes o venenos. Transfería
al almizcle y al ámbar un poco de lo divino, un poco
de lo profano. Amante al fin, mostraba su secreto a cuentagotas
y en el charco así formado cabía el cielo.
Un día escuchó la música que le trajo
su nariz y la lució coqueta detrás del lóbulo
de sus orejas, pretendiendo que las pulsaciones del corazón
potenciaran el aroma. En el bouquet floral, y a la espera
del abatido, turnaba en el deshojado: lima, mandarina, limón
y naranja.
Apretó una cáscara entre sus dedos atomizando
gotas en el aire, se estremeció ante ellas y, bajo
su techo, se sintió descubierta por los oídos
del otro. La ausencia también se huele, se percibe.
En el jardín inexplorado, el paciente se refugió
entre las candilejas huecas del aplauso. Ella propició
el cambio. Se apoderó el perfume de una inmensidad
en la memoria con la angustia del pez cuando le falta el
aire. La suave y envolvente huella de la flor que le brindó
para curarle, creó un discreto aura e hizo persistente
la fragancia. Defensora de su territorio de palabras desentrañó
el misterio, a la vez que inauguraba otro. En tanto, la
fugacidad planeaba el éxodo, su firma quedó
estampada, no en el agua, en el cuello del viajero de su
embrujo, que aspira ahora morir oliendo a su perfume. Pero
los mágicos brazos le señalan el camino: fuera
de su tienda le espera un regimiento.
Viajera
El
Sol de media noche alumbra para ti, empeñada en mirar
el termómetro que marca la ausencia; sólo
el frío te arropa desde lejos. El olor a bacalao
seca tu boca, que intentas endulzar, escuchando a Edward
Greig; te recuestas ingenua en el recuerdo de aquel barco
que ya zarpa, ves girar allí tus distintas posiciones
de ánimo y fatigada, apartas la mirada de ese elixir.
Aún no es tiempo de regresar, atrapada en medio de
las gargantas labradas entre las rocas, gimes la última
vocal queriendo salir de ese laberinto vertebrado.
La
Aurora boreal se te sube a la cabeza, las tristezas y el
aire entran fatigados haciendo esquí entre tus grietas,
sueñas el retorno y pretendes ser pluma de águila
ártica y regresar al tibio nido. Las miríadas
de mosquitos te despiertan, un Troll roba tus huevos y una
gota salada se abre paso hasta tu boca, la bebes y reanudas
la lectura de los petroglifos llegados de la
distancia.
Tu
jersey de pura lana de alce y hecho a mano, contiene el
trepidar de tus fibras que añoran volver a donde
surgieron, es el dolor más septentrional del mundo,
una separación cubierta de musgo, un reclamo es cada
célula pidiendo que retornes. Posas entonces tu silencio
en el hombre que te mima, le perdonas que
sea semilla de esa tierra que te tiene prisionera. Le prodigas
tu cadencia en clave de mi contenida, lo haces vibrar con
una nota si a la deriva, mientras lo consuelas dejando que
sea intérprete de tu instrumento afligido. Te pregunta
de tus planes y le ocultas que acaricias la idea de volver,
que tus oídos reclaman
los susurros de tu patria. Todo es tristeza en ti, dulce
Vikinga estacionada.
Pantagruélica esperanza
La curiosa Luna ya no observa tras las cortinas la amalgama
de engranajes chirriantes. El óxido de la costumbre
los ha dejado obsoletos y los vanos intentos de preámbulo
sólo liberan un graznido fastidiado que se pega a
los alaridos de las paredes. El lugar permanece ileso a
los pesares que nos aplastaron, solamente la confusión
escapa dando bofetones a las aguas de la inundación
pasada. Un mortecino espejo plasma sobre la cama los delirios
allí abandonados. Las tinieblas afilan su garganta
para celebrar el olvido, pero la ternura con su aliento
ofrece un boca a boca al agonizante idilio. La promesa de
un nuevo manantial se despliega como escarcha, el barro
agrietado comienza a humedecerse, las puertas y ventanas
de la reseca cáscara anuncian nuevo oleaje.
A manera de una lluvia al revés gotea la esperanza.
Mas, ¡ay!, grande es la angustia y el desencanto,
cuando al ir a tomar de aquella espléndida alfaguara,
sorbo el licor salado de mis lágrimas.
Aymer
Waldir Zuluaga Miranda