La modernidad
y la cuestión del observador[*]
Por Jonathan Crary
Traducción: Flavia
Costa
El nacimiento antecedió en mucho al parto: el observador es un efecto
de la presión disciplinadora que poderes institucionales y discursivos
descargaron sobre la vista durante todo el siglo XIX.
Desde entonces, habitamos la época de la implantación de espacios visuales
pre-fabricados. Jonathan Crary discute las tesis que explican el proceso
de abstracción de lo visual a partir de las convenciones representacionales
o de las rupturas estéticas: la extracción de un saber sobre la visión
y la coronación del fin de siglo con artefactos ópticos han sido incubadora,
forceps y sonajeros del observador contemporáneo.
El campo de la visión siempre ha sido para mí comparable al fondo
de una excavación arqueológica.
PAUL VIRILIO
Este es un libro sobre la visión y su construcción histórica. Aunque da
cuenta principalmente de acontecimientos y desarrollos anteriores a 1850,
fue escrito en el medio de una transformación en la naturaleza de la visibilidad
probablemente más profunda que el quiebre que separa la imaginería medieval
de la perspectiva renacentista. El rápido desarrollo en poco más de una
década de un vasto arsenal de técnicas de gráfica computarizada es parte
de una arrasadora reconfiguración de las relaciones entre una observación
subjetiva y modos de representación que efectivamente invalidan la mayoría
de los significados culturalmente establecidos para los términos observador
y representación. La formalización y difusión de imágenes generadas
por computadora anuncia la ubicua implantación de "espacios"
visuales fabricados, radicalmente diferentes de las capacidades miméticas
del cine, la fotografía o la televisión. Estos tres últimos, al menos
hasta mediados de los años setenta, fueron generalmente variedades de
mediosanalógicos que todavía correspondían a las longitudes de ondas ópticas
del espectro y a un punto de vista, estático o móvil, localizado en el
espacio real. Los diseños computarizados, la holografía sintética, los
simuladores de vuelo, la animación computada, el reconocimiento robótico
de imágenes, el rastreo por radiaciones, el mapeado de texturas, el control
de movimientos, los cascos y guantes de la realidad virtual, las imágenes
por resonancia magnética y los sensores multiespectrales son solamente
algunas de las técnicas que están relocalizando la visión en un plano
escindido del observador humano.
Obviamente, otros modos más antiguos y más familiares de "ver"
persistirán y coexistirán incómodamente junto a estas nuevas formas. Pero
en medida creciente, estas tecnologías emergentes de producción de imágenes
están volviéndose los modelos dominantes de visualización, de acuerdo
a los cuales funcionan los procesos sociales primarios y las instituciones.
Y, por supuesto, éstos están entrelazados con las necesidades de las industrias
mundiales de la información y con los requerimientos expansivos de las
jerarquías médicas, militares y policiales. La mayoría de las funciones
históricamente importantes del ojo humano están siendo suplantadas por
prácticas en las cuales las imágenes visuales ya no tienen ninguna referencia
respecto de la posición de un observador en un mundo "real",
ópticamente perceptible. Si se puede decir que estas imágenes refieren
a algo, es a millones de bits de datos matemático electrónicos. Crecientemente,
la visibilidad estará situada en un terreno cibernético y electromagnético,
donde la abstracción visual y los elementos lingüísticos coinciden y circulan,
se consumen e intercambian globalmente.
Para comprender esta inexorable abstracción de lo visual y para evitar
mistificarla mediante el recurso a explicaciones tecnológicas, muchas
preguntas deberían ser planteadas y respondidas. Algunas de las más cruciales
de estas preguntas son históricas. Si se viene dando de hecho una incesante
mutación en la naturaleza de la visibilidad, ¿qué formas o modos están
siendo dejados atrás? ¿Qué clase de ruptura es esta? Al mismo tiempo,
¿cuáles son los elementos de continuidad que ligan la imaginería contemporánea
con organizaciones anteriores de lo visual? ¿En qué medida, si es que
en alguna, la gráfica computarizada y los contenidos de las pantallas
son una elaboración más amplia y refinada de lo que Guy Debord designaba
como la "sociedad del espectáculo"? [1]
¿Cuál es la relación entre las inmateriales imágenes digitales del presente
y la así llamada era de la reproductibilidad técnica? Las más urgentes
de estas cuestiones, sin embargo, son más amplias. ¿De qué modo el cuerpo
está volviéndose un componente denuevas máquinas, economías, aparatos,
ya sean sociales, libidinales o tecnológicos? ¿De qué maneras la subjetividad
está deviniendo en una precaria condición de interfaz entre sistemas racionalizados
de intercambio y redes de información?
Aunque este libro no encara directamente estas preguntas, intenta reconsiderar
y reconstruir parte de su trasfondo histórico. Lo hace mediante el estudio
de una reorganización anterior de la visión, en la primera mitad del siglo
XIX, sacando a la luz algunos de los acontecimientos y fuerzas, especialmente
en los años que transcurrieron entre 1820 y 1830, que produjeron un nuevo
tipo de observador y que fueron precondiciones cruciales para la incesante
abstracción de la visión mencionada más arriba. Aunque las repercusiones
culturales inmediatas de esta reorganización fueron menos dramáticas,
ellas fueron de todos modos profundas. Los problemas de la visión eran
entonces, como ahora, fundamentalmente cuestiones acerca del cuerpo y
las operaciones del poder social. Buena parte de este libro examinará
cómo, a partir de los comienzos del siglo XIX, una nueva serie de relaciones
entre el cuerpo, por un lado, y las formas del poder institucional y discursivo
por el otro, redefinieron el estatuto del sujeto observador.
Al señalar algunos de los "puntos de emergencia" de un régimen
de visión moderno y heterogéneo, me dirijo simultáneamente al problema
referido a cuándo, y a partir de qué hechos, se dio la ruptura con el
Renacimiento, es decir con los modelos clásicos de visión y de
observador. Cómo y cuándo situar ese corte tiene una enorme conexión con
la inteligibilidad de la visualidad dentro de la modernidad de los siglos
XIX y XX. La mayoría de las respuestas existentes a esta cuestión adolecen
de estar exclusivamente preocupadas por los problemas de la representación
visual. El corte con los modelos clásicos de visión en el temprano
siglo XIX fue mucho más que un simple cambio en la apariencia de las imágenes
y obras de arte, o en los sistemas de convenciones representacionales.
Por el contrario, fue inseparable de una masiva reorganización del conocimiento
y las prácticas sociales que modificaron de múltiples maneras las capacidades
productivas, deseantes y cognitivas del sujeto humano.
En este estudio presento una configuración relativamente poco familiar
de los objetos y acontecimientos del siglo XIX; esto es, nombres propios,
cuerpos de conocimientos e invenciones tecnológicas que raramente aparecen
en las historias del arte o del modernismo. Una razón para hacer esto
es escapar a las limitaciones de muchas de las historias dominantes sobre
la visualidad en este período; de superar los muchos relatos sobre el
modernismo y la modernidad que dependen de una evaluación más o menos
similar de los orígenes de la cultura y artes visuales modernos en las
décadas de 1870 y 1880. Incluso hoy, con numerosas revisiones y reescrituras
(incluyendo algunos de los trabajos neo-marxistas, feministas o postestructuralistas
más provocativos), el centro de la narración permanece esencialmente el
mismo. Sería algo así como lo siguiente: con Manet, el impresionismo y/o
post-impresionismo, emerge un nuevo modelo de representación visual y
perceptual que constituye un quiebre respecto de otro modelo de visiónvigente
durante varios siglos, vagamente definible como renacentista, perspectivo
o normativo. La mayoría de las teorías acerca de la moderna cultura visual
están todavía basadas en una u otra versión de esta ruptura.
A la vez, esta narración del fin del espacio perspectivista, de los códigos
miméticos y de la referencialidad, ha convivido habitualmente de manera
acrítica con otra periodización muy diferente de la historia de la cultura
visual europea que igualmente debe ser abandonada. Este segundo modelo
concierne a la invención y difusión de la fotografía y otras formas asociadas
al ("realismo" en el siglo XIX. De manera abrumadora, estos
desarrollos han sido presentados como parte del continuo despliegue del
modo de visión renacentista, en el que la fotografía, y eventualmente
el cine, son simplemente instancias tardías de un incesante desarrollo
del espacio y la percepción en perspectiva. Así, frecuentemente se nos
deja con un confuso modelo bifurcado de la visión en el siglo XIX: en
un nivel, hay un número relativamente pequeño de artistas avanzados que
generaron un modo radicalmente nuevo de ver y de significar, mientras
que en un nivel más cotidiano, la visión permaneció encastrada dentro
de las mismas estrecheces "realistas" que la habían organizado
desde el siglo XV. Pareciera ser que, por un lado, el espacio clásico
cambió, pero por otro lado, persiste. Esta división conceptual deriva
de la noción errónea de que algo llamado realismo dominó las prácticas
representacionales populares, en tanto los experimentos e innovaciones
ocurrieron en la distinta -si bien muchas veces permeable- arena de la
creación artística modernista.
Examinada de cerca, de todos modos, la celebrada "ruptura" del
modernismo es considerablemente más restringida en su impacto social y
cultural que lo que sugiere usualmente la fanfarria que la rodea. La pretendida
revolución perceptual del arte de vanguardia de fines del siglo XIX es,
de acuerdo a quienes la proclaman, un hecho cuyos efectos se hicieron
sentir fuera de los modos dominantes y penetrantes de visión. Así, siguiendo
la lógica de este argumento general, ésta es en realidad una ruptura que
se dio en los márgenes de una vasta organización hegemónica de lo visual
que se vuelve crecientemente poderosa en el siglo XX, con la difusión
y proliferación de la fotografía, el cine y la televisión. En un sentido,
de todos modos, el mito de la ruptura modernista depende fundamentalmente
del modelo binario que opone realismo y experimentación. Esto quiere decir
que la continuidad esencial de los códigos miméticos, es condición necesaria
para suponer la ruptura vanguardista. La noción de una revolución visual
modernista depende de la presencia de un sujeto con un determinado punto
de vista, del cual el modernismo -ya sea como estilo, como resistencia
cultural o como práctica ideológica- puede ser aislado contra el fondo
de una visión normativa. El modernismo es presentado así bajo la apariencia
de lo nuevo para un observador que permanece siempre igual, o cuyo estatuto
histórico nunca es interrogado.
No alcanza con lanzarse a describir una relación dialéctica entre las
innovaciones de los artistas y escritores de vanguardia a finales del
siglo XIX y el concomitante "realismo" y positivismo de la cultura
popular y científica. En cambio, es crucial percibir ambos fenómenos como
componentes de una única superficie social en la que la modernización
de la visión había comenzado décadas atrás. Estoy sugiriendo aquí que
una más amplia y mucho más importante transformación en la hechura de
la visión tuvo lugar a comienzos del siglo XIX. La pintura moderna de
las décadas de 1870 y 1880 y el desarrollo de la fotografía después de
1839, pueden ser vistas como síntomas posteriores o consecuencias de este
crucial cambio sistémico, que ya estaba iniciado en 1820.
Pero, alguien podría preguntar, al llegar a este punto, ¿no es que la
historia del arte efectivamente coincide con la historia de la percepción?
¿No son las cambiantes formas de la creación artística a lo largo del
tiempo el más completo compendio de cómo ha mutado históricamente la visión?
Este estudio insiste en que, por el contrario, la historia de la visión,
si ésta es posible, depende de mucho más que de un resumen de los cambios
o variaciones en las prácticas representacionales. Lo que este libro toma
por objeto no son los datos empíricos de las obras de arte, o la noción,
en última instancia idealista, de una "percepción" aislable,
sino el no menos problemático fenómeno del observador. Porque el problema
del observador es el campo histórico sobre el cual la visión se materializa,
se vuelve ella misma visible. La visión y sus efectos son siempre inseparables
de las posibilidades de un sujeto observador, cuyo cuerpo es a la vez
un producto histórico y el asiento de ciertas prácticas, técnicas, instituciones
y procedimientos de subjetivización.
La mayoría de los diccionarios hacen pequeñas distinciones semánticas
entre las palabras "observador" y "espectador", y
el uso común suele volverlas efectivamente sinónimos. Yo he elegido el
término observador principalmente por su resonancia etimológica.
A diferencia de spectare, raíz latina de "espectador",
la raíz de "observar" no quiere decir literalmente "mirar
a". Espectador arrastra además connotaciones específicas, especialmente
en el contexto de la cultura decimonónica, que yo prefiero evitar; a saber:
remite a alguien que es asistente pasivo a un espectáculo, a una galería
de arte o un teatro. En un sentido más pertinente para mi estudio, observare
significa "conformar la propia acción, consentir en", como cuando
observamos reglas, códigos, regulaciones y prácticas. Tal como
cualquier persona que ve, un observador es fundamentalmente alguien que
ve con una gama de posibilidades prescritas, alguien que está inmerso
en un sistema de convenciones y limitaciones. Y con "convenciones"
intento sugerir mucho más que prácticas representacionales. Si puede decirse
que hay un observador específico del siglo XIX, o de cualquier otro período,
esto se da sólo como efecto de un irreductible y heterogéneo sistema de
relaciones discursivas, sociales, tecnológicas e institucionales. No hay
sujeto previo a este campo en continuo movimiento y transformación. [2]
Si he mencionado la idea de una historia de la visión, es sólo como una
posibilidad hipotética. Si la percepción o la visión realmente cambian
es irrelevante, porque ellas no tienen una historia autónoma. Lo que cambia
son las fuerzas heterogéneas y las reglas de composición del campo en
el que la percepción ocurre. Y lo que determina la visión en cada momento
histórico no es alguna estructura profunda, base económica o visión del
mundo, sino el funcionamiento de un compuesto colectivo de partes dispersas
sobre una única superficie social. Es posible que inclusive sea necesario
considerar al observador como una distribución de acontecimientos localizados
en muy diversos lugares.[3]
Nunca hubo ni habrá un observado para el cual el mundo es absolutamente
claro y evidente. Por el contrario, siempre habrá disposiciones de fuerzas
más o menos poderosas dentro de las cuales las capacidades de un observador
son posibles.
Al proponer que durante las primeras décadas del siglo XIX tomó forma
en Europa una nueva clase de observador, radicalmente diferente del tipo
de observador dominante en los siglos XVII y XVIII, sin duda estoy suscitando
la pregunta acerca de cómo pueden afirmarse semejantes generalidades,
tales como la inasible categoría de "el observador del siglo XIX".
¿No se corre el riesgo de presentar algo abstracto, divorciado de las
singularidades y las inmensas diversidades que caracterizaron la experiencia
visual en ese siglo? Obviamente no hay un único observador decimonónico,
ni hay ejemplos de él que puedan localizarse empíricamente. Lo que quiero
hacer, de todos modos, es sugerir algunas de las condiciones y fuerzas
que definieron o permitieron la formación de un modelo dominante acerca
de lo que un observador era en el siglo XIX. Esto incluirá el enumerar
a grandes rasgos una serie de acontecimientos combinados que produjeron
los modos cruciales en los cuales la visión fue discutida, controlada
y encarnada enprácticas culturales y científicas. Al mismo tiempo, espero
mostrar cómo los principales términos y elementos de la anterior organización
del observador ya no operaban más. Lo que no está asentado en este estudio
son las formas marginales y locales mediante las cuales las prácticas
dominantes de visión fueron resistidas, desviadas o imperfectamente constituidas.
La historia de semejantes momentos de oposición necesita ser escrita,
pero sólo se torna legible a contraluz de la serie más hegemónica de discursos
y prácticas en las que la visión se configura. Las tipologías y unidades
provisionales que utilizo, son parte de una estrategia explicativa para
demostrar un corte general o discontinuidad en los comienzos del siglo
XIX. Debería ser innecesario subrayar que no existen tales cosas como
continuidades o discontinuidades en la historia, sino sólo en las explicaciones
históricas. De ahí que mi extensa temporalización no conlleva el interés
de una "historia verdadera", o de registrar "lo que realmente
pasó".La apuesta es muy diferente: el modo en que uno organiza una
periodización, y dónde uno localiza rupturas o las niega, son todas decisiones,
elecciones políticas que determinan la construcción del presente. El hecho
de excluir o poner en primer plano ciertos acontecimientos y procesos
a expensas de otros afecta la inteligibilidad del funcionamiento contemporáneo
del poder, en el cual estamos todos entrampados. Semejantes elecciones
afectan el hecho de que la forma del presente parezca "natural"
o de que se haga evidente su carácter de fabricado históricamente y sedimentado
densamente.
A comienzos del siglo XIX ocurrió una profunda transformación en una amplia
gama de prácticas sociales y dominios del conocimiento, que afectó el
modo de considerar a un observador. Uno de los recorridos principales
a través de los cuales presento estos desarrollos, es un análisis de la
significación de ciertos artefactos ópticos. Los traigo a discusión no
por los modelos de representación que ellos implican, sino como asientos
de, a la vez, saber y poder, que operan directamente sobre el cuerpo de
los individuos. Específicamente, propongo a la cámara oscura como el paradigma
del estatuto dominante de observador en los siglos XVII y XVIII, en tanto
para el siglo XIX analizo una serie de instrumentos ópticos, en particular
el estereoscopio, como un medio de detallar la transformación del estatuto
del observador. Los artefactos ópticos en cuestión, los más significativos,
son puntos de intersección donde los discursos filosóficos, científicos
y estéticos se superponen con técnicas mecánicas, requerimientos institucionales
y fuerzas socioeconómicas. Cada uno de éstos es comprensible no sólo como
un objeto material a considerar, o como una parte de la historia de la
tecnología, sino por el modo en el que está inmerso en un conglomerado
mucho más amplio de acontecimientos y poderes. Claramente, esto se opone
a muchos relatos influyentes sobre la historia de la fotografía y el cine
que se caracterizan por un latente o explícito determinismo tecnológico,
por el cual una dinámica independiente de la invención, modificación y
perfección mecánica se impone sobre un campo social, transformándolo desde
afuera. Por el contrario, la tecnología es siempre una parte colindante
o subordinada a otras fuerzas. Para Gilles Deleuze, "una sociedad
se define por sus amalgamas, no por sus instrumentos (...). Los instrumentos
existen sólo en relación con las combinaciones que hacen posible, o que
los hacen posibles a ellos".[4]
Una historia del observador no es más reductible a los cambios de prácticas
técnicas y mecánicas que a los cambios en las formas de creación artística
y representación visual. Al mismo tiempo, quisiera enfatizar que aunque
designo a la cámara oscura como el objeto clave de los siglos XVII y XVIII,
ésta no es isomórfica a las técnicas ópticas que analizo en el contexto
del siglo XIX. Los siglos XVIII y XIX no son grillas análogas en las cuales
diferentes objetos culturales pueden ocupar las mismas posiciones relativas.
Más bien, la posición y función de una técnica es históricamente variable;
la cámara oscura es parte de un campo de conocimientos y prácticas que
no se corresponde estructuralmente con los lugares que ocupan los artefactos
ópticos que examino más adelante. En palabras de Deleuze, "por un
lado, cada estrato o formación histórica implica una distribución de lo
visible y de lo articulable que actúa sobre la propia formación; por otro
lado, de un estrato al otro hay una variación en la distribución porque
la propia visibilidad cambia de estilo, en tanto los enunciados cambian
ellos mismos su sistema".[5]
Yo argumento que algunos de los modos más extendidos de producir efectos
"realistas" en la cultura visual masiva, tales como el estereoscopio,
estuvieron de hecho basados en una radical abstracción y reconstrucción
de la experiencia óptica, lo que demanda una reconsideración acerca de
qué significa "realismo" en el siglo XIX. También espero mostrar
cómo las ideas más influyentes acerca del observador en los inicios de
ese siglo se sostenían prioritariamente en modelos de visión subjetiva,
en contraste con la supresión sistemática de la subjetividad en la visión
durante los siglos XVII y XVIII. Una cierta noción de "visión subjetiva"
ha sido una parte importante sobre las discusiones sobre la cultura del
siglo XIX, en su mayoría en el contexto del romanticismo, como por ejemplo
al delinear un cambio en "el rol jugado por la mente en la percepción",
en el pasaje de las concepciones de imitación a otras de expresión, de
la metáfora del espejo a la de la lámpara. [6]Pero
lo central de todas estas explicacioneses otra vez la idea de una visión
o percepción que era de algún modo exclusiva de artistas o poetas, y que
se distinguía de la visión configurada a partir de las ideas y prácticas
empiristas o positivistas.
Estoy interesado en el modo en el cual los conceptos de visión subjetiva,
de productividad del observador, invadieron no sólo las áreas del arte
y la literatura sino que también estuvieron presentes en discursos filosóficos,
científicos y tecnológicos. Más que enfatizar la separación entre arte
y ciencia durante el siglo XIX, es importante ver cómo ambas eran parte
de un mismo campo entrelazado de conocimiento y práctica. El mismo conocimiento
que permitía incrementar la racionalización y el control del sujeto humano
en los términos de los nuevos requerimientos institucionales y económicos,
era al mismo tiempo condición de posibilidad de los nuevos experimentos
en representación visual. Por esto, quiero delinear un sujeto observador
que era producto, y al mismo tiempo elemento constitutivo de la modernidad
en el siglo XIX. En líneas muy generales, lo que le sucede al observador
en el siglo XIX es un proceso de modernización; él o ella se constituyen
de acuerdo a una constelación de nuevos acontecimientos, fuerzas e instituciones
que juntos, vaga y quizá tautológicamente, se definen como "modernidad".
La modernización deviene una noción útil cuando se la extrae de las determinaciones
teleológicas y principalmente económicas, y cuando abarca no sólo cambios
estructurales en las formaciones políticas y económicas sino también en
la inmensa reorganización de saberes, lenguajes, redes espaciales y comunicacionales,
y en la propia subjetividad. Partiendo de los trabajos de Weber, Luckács,
Simmel y otros, y desde todas las reflexiones teoréticas alrededor de
los términos "racionalización" y "reificación" , es
posible postular una lógica de la modernización que está disociada radicalmente
de la idea de progreso o desarrollo y que encierra transformaciones no
lineales. Para Gianni Vattimo, la modernidad tiene precisamente estos
rasgos "post-históricos", por los cuales la producción continua
de lo nuevo es lo que permite que las cosas permanezcan siempre iguales.
[7]Es
una lógica de lo mismo, no obstante, que existe en relación inversa a
la estabilidad de las formas tradicionales. La modernización es el proceso
por el cual el capitalismo desarraiga y hace móvil lo que está fijo, despeja
o destruye lo que impide la circulación, y hace intercambiable lo que
es singular. [8]
Esto se aplica tanto a los cuerpos, signos, imágenes, lenguajes, relaciones
familiares, prácticas religiosas y nacionalidades como a mercancías, riquezas
y poder laboral. La modernización deviene una creación incesante y auto-perpetuante
de nuevas necesidades, nuevos consumos y nueva producción. [9]Lejos
de ser exterior a este proceso, el observador en tanto sujeto humano es
completamente inmanente a él. A lo largo del siglo XIX, el observador
tuvo que interactuar en forma creciente dentro de espacios urbanos escindidos
y desusados; con las dislocaciones perceptuales y temporales de los viajes
en tren, la telegrafía, la producción industrial y el flujo continuo de'
información tipográfica y visual. A la vez, la identidad discursiva del
observador como un objeto de la reflexión filosófica y de los estudios
empíricos sufrió una renovación igualmente drástica.
El trabajo temprano de Jean Baudrillard detalla algunas de las condiciones
de este nuevo terreno en el que se situó el observador del siglo XIX.
Para Baudrillard, una de las consecuencias cruciales de la revolución
política burguesa a finales del siglo XVIII fue la fuerza ideológica que
animó los mitos de los derechos del hombre, del derecho a la igualdad
y a la felicidad. En el siglo XIX, por primera vez, se necesitan pruebas
observables a fin de demostrar que la felicidad y la igualdad habían sido
de hecho conseguidas. La felicidad debía ser "mensurable
en términos de objetos y signos", algo que debía ser evidente para
los ojos en términos de un "criterio visible". [10].
Varias décadas antes, Walter Benjamin también había escrito acerca del
rol de la mercancía en la generación de una "fantasmagoría de la
igualdad". Así, la modernidad es inseparable, por una parte, de una
reconstrucción del observador, y por la otra, de una proliferación de
signos y objetos en circulación cuyos efectos coinciden con su visualidad,
o lo que Adorno llama Anschaulichkeit.[11]
El relato de Baudrillard subraya una creciente desestabilización y movilidad
de signos y códigos iniciada en el Renacimiento, signos previamente enraizados
a posiciones relativamente seguras ligadas a jerarquías sociales fijas.
"No hay nada parecido a la moda en una sociedad de castas y rangos,
desde el momento en que a cada uno le está asignado un lugar irrevocable.
Allí la movilidad social, de clases, no existe. Un interdicto protege
los signos y les asegura una total claridad; cada signo refiere inequívocamente
a un status (...). En las sociedades de castas, feudales o arcaicas, sociedades
crueles, los signos son limitados en número, y no son difundidos ampliamente;
cada uno funciona con su pleno valor de interdicto, cada uno es una obligación
recíproca entre castas, clanes o personas. Los signos son, por lo tanto,
cualquier cosa menos arbitrarios. Los signos arbitrarios comienzan cuando,
en vez de ligar dos elementos en una reciprocidad inquebrantable, el significante
comienza a referir al desencantado mundo del significado, un común denominador
del mundo real hacia el cual nadie tiene ninguna obligación." [12]
Así, para, Baudrillard, la modernidad está íntimamente ligada a la capacidad
de los grupos y clases sociales recientemente llegados al poder para superar
la "exclusividad de los signos" y para iniciar "una proliferación
de la demanda de signos". Imitaciones, copias, falsificaciones, y
las técnicas para producirlas (lo que incluiría el teatro italiano, la
perspectiva lineal y la cámara oscura), fueron todos desafíos al monopolio
y control aristocrático de los signos. El problema de la mímesis no es
aquí una cuestión de estética sino de poder social, un poder fundado en
la capacidad de producir equivalencias.
Para Baudrillard y muchos otros, de todos modos, es claro que en el siglo
XIX, junto al desarrollo de nuevas técnicas industriales y nuevas formas
de poder político, emerge una nueva clase de signo. Estos nuevos signos,
"objetos potencialmente idénticos producidos en series infinitas",
anuncian el momento de la desaparición del problema de la mímesis.
"La relación entre ellos [los objetos idénticos] no es más la de
un original con sus copias. La relación no es ni de analogía ni de reflejo,
sino de equivalencia e indiferencia. En una serie, los objetos devienen
simulacros indefinidos unos de otros, (...). Sabemos ahora que es en el
nivel de la reproducción, de la moda, los medios, la publicidad, la información
y la comunicación (lo que Marx llamaba los sectores no esenciales del
capitalismo)... lo que es decir en la esfera del simulacro y el código,
donde se sostiene el proceso global del capital." [13]
Dentro de este nuevo campo de objetos producidos en serie, el más significativo,
en términos de su impacto social y cultural, fue la fotografía y la multiplicidad
de técnicas relacionadas a la industrialización de la producción de imágenes.
[14]La
fotografía se convirtió en un elemento central, no sólo en la nueva economía
mercantil sino también en el rediseño de todo un territorio en el que
circulan y proliferan signos e imágenes, cada uno efectivamente separado
de su referente. Las fotografías pueden tener algunas similitudes aparentes
con otros tipos de imágenes, tales como las pinturas o los dibujos en
perspectiva hechos con la ayuda de la cámara oscura; pero la vasta ruptura
sistémica de la cual la fotografía es parte, vuelve a esas similitudes
insignificantes.
La fotografía es un elemento de un nuevo y homogéneo campo de consumo
y circulación en el que comienza a instalarse el observador. Para entender
el "efecto fotografía" en el siglo diecinueve, uno debe verla
como un componente crucial de una nueva economía cultural de valor e intercambio,
no como parte de la historia continua de la representación visual. La
fotografía y el dinero se vuelven formas homólogas de poder social en
el siglo XIX. [15]
Ellos son sistemas igualmente totalizantes para ligar y unificar a todos
los sujetos dentro de una única red global de valores y deseos. Tal como
dijo Marx respecto del dinero, la fotografía es también un gran nivelador,
un democratizador, un "mero símbolo", una ficción "sancionada
por el así llamado consenso universal de la humanidad". [16]
Ambos son formas mágicas que establecen un nuevo repertorio de relaciones
abstractas entre individuos y cosas, e imponen esas relaciones como lo
real. Es a través de las economías -distintas pero interconectadas- del
dinero y la fotografía que todo el mundo social está representado y constituido
exclusivamente mediante signos.
La fotografía, de todos modos, no es el tema de este libro. Así como la
fotografía pudo ser crucial para el destino de la visualidad en el siglo
XIX y más lejos aún, su invención es secundaria para los acontecimientos
que pretendo detallar aquí.
Mi argumento es que una reorganización del observador ocurrió en el siglo
XIX antes de la aparición de la fotografía. Lo que sucedió desde 1810
a 1840, es que la visión fue arrancada de las relaciones estables y fijas
que encarnaba la cámara oscura. Si la cámara oscura, como concepto, susbsistió
como una base objetiva de verdad visual, una variedad de discursos y prácticas
-en filosofía, en ciencia y en los procedimientos de normalización social-
tendieron a abolir los fundamentos de esas bases a comienzos del siglo
XIX. En cierto sentido, lo que ocurrió fue una nueva valoración de la
experiencia visual, a la que se le dio una movilidad y una potencialidad
de intercambio sin precedentes, y se la abstrajo de cualquier referente
o sitio fundante.
Más adelante, describiré algunos aspectos de esta revaloración en el trabajo
de Goethe y Schopenhauer y en la psicología y la fisiología de los primeros
años del siglo XIX, donde la naturaleza misma de la sensación y la percepción
adquieren muchos de los rasgos de equivalencia e indiferencia que luego
van a caracterizar a la fotografía y otras redes de mercancías y signos.
Es este "nihilismo" visual el que está al frente de los estudios
empíricos de la visión subjetiva, una visión que encierra una percepción
autónoma escindida de cualquier referente externo. Lo que debe enfatizarse,
sin embargo, es que esta nueva autonomía y abstracción de la visión no
es sólo una precondición para la pintura modernista de fines del siglo
XIX, sino también para formas de la cultura visual de masas que aparecieron
mucho antes. Luego analizaré cómo los artefactos ópticos que devinieron
formas de entretenimiento de masas, tales como el estereoscopio y el kinetoscopio,
originalmente derivaron de nuevos conocimientos empíricos del estatuto
fisiológico del observador y de la visión. Así, ciertas formas de la experiencia
visual acríticamente categorizadas como "realismo" están de
hecho ligadas a teorías no verídicas de la visión que efectivamente
anulan el mundo real. La experiencia visual en el siglo XIX, a pesar de
todos los intentos por autenticarla y naturalizarla, ya no tiene la pretensión
apodíctica que tenía la cámara oscura de establecer su verdad. En un nivel
superficial, las ficciones del realismo operan sin ser perturbadas, pero
el proceso de modernización del siglo XIX no depende de semejantes ilusiones.
Nuevos modos de circulación, comunicación, producción, consumo y racionalización
demandaban y dieron forma a un nuevo tipo de observador-consumidor.
Lo que yo llamo observador es en verdad un efecto de la construcción de
un nuevo tipo de sujeto o individuo en el siglo XIX. El trabajo de Michel
Foucault ha sido crucial por su delineamiento de procesos e instituciones
que modernizaron y racionalizaron al sujeto en el contexto de transformaciones
sociales y económicas. [17]
Sin hacer conexiones causales, Foucault demuestra que la revolución industrial
coincidió con la emergencia de "nuevos métodos de administración"
de grandes poblaciones de trabajadores, habitantes urbanos, estudiantes,
prisioneros, pacientes de hospital y otros grupos. Como los individuos
fueron crecientemente arrancados de los antiguos regímenes de poder, de
la producción agraria y artesanal, de las formaciones de familia ampliada,
se planificaron nuevos órdenes descentralizados para controlar y regular
masas de sujetos relativamente desagregados. Para Foucault, la modernidad
del siglo XIX es inseparable de los modos en que mecanismos dispersos
de poder coinciden con nuevos modelos de subjetividad, y así él detalla
una serie de técnicas locales y penetrantes para controlar, mantener y
hacer útiles las nuevas multiplicidades de individuos. La modernidad consiste
en esta producción de sujetos manejables a través de lo que él llama "una
cierta política del cuerpo, un cierto modo de volver dócil y útil a un
grupo de hombres. Esta política requiere estar envuelta en relaciones
definidas de poder; ella reclama una técnica para sobreimprimir sujeción
y objetivación; ella trajo consigo nuevos procedimientos de individualización".
[18]
Aunque ostensiblemente examina las instituciones "disciplinarias"
como las prisiones, escuelas e instituciones militares, Foucault también
describe el rol de las recientemente constituidas ciencias humanas en
la regulación y modificación de la conducta de los individuos. El manejo
de los sujetos dependía sobre todo de la acumulación de conocimientos
sobre ellos, ya sea en medicina, educación, psicología, fisiología, la
racionalización del trabajo o el cuidado de los niños. Gracias a este
conocimiento, advino lo que Foucault llama "una tecnología muy real,
la tecnología de los individuos", la cual, insiste, "se inscribe
en un amplio proceso histórico: el desarrollo casi simultáneo de muchas
otras tecnologías -agrarias, industriales, económicas-.[19]
Crucial para el desarrollo de estas nuevas técnicas disciplinarias del
sujeto fue la fijación de normas de conducta cuantitativas y
estadísticas.[20]
El establecimiento de una "normalidad" en medicina, psicología
y en otros terrenos se tornó una parte esencial de la modelización del
individuo según los requerimientos del poder institucional del siglo XIX,
y fue a través de estas disciplinas que el sujeto, en un sentido, se volvió
visible.
Mi interés se centra en cómo el individuo en tanto observador devino un
objeto de investigación y un campo de conocimiento a partir de las primeras
décadas del 1800, y cómo fue transformado el estatuto del sujeto observante.
Tal como he indicado, un objeto de estudio clave en las ciencias empíricas
de entonces era la visión subjetiva, una visión que había sido desplazada
de las relaciones incorpóreas de la cámara oscura y relocalizada en el
cuerpo humano. Este es un cambio signado por el pasaje de la óptica geométrica
de los siglos XVII y XVIII a la óptica psicológica, que dominó a la vez
la discusión científica y filosófica de la visión en el siglo diecinueve.
Así, se acumuló conocimiento sobre el rol constitutivo del cuerpo en la
aprehensión del mundo visible, y rápidamente se hizo obvio que la eficiencia
y la racionalización en muchas áreas de la actividad humana dependían
de la información sobre las capacidades del ojo humano. Un resultado de
la nueva óptica fisiológica fue el de exponer la idiosincracia del ojo
"normal". Las imágenes post-retinianas, la visión periférica,
la visión binocular y los umbrales de atención fueron estudiados en un
intento por determinar normas cuantificables y parámetros. La extendida
preocupación por los defectos de la visión humana definió aún más precisamente
el alcance de lo normal, y generó nuevas tecnologías para imponer una
visión normativa sobre el observador.
En el medio de semejante búsqueda, se inventaron cantidades de aparatos
ópticos que más tarde devinieron elementos de la cultura visual masiva
del siglo XIX. El fenakitoscopio, una de las muchas máquinas diseñadas
para la simulación ilusoria del movimiento, fue producido en medio de
los estudios empíricos acerca de las imágenes post-retinianas; el estereoscopio,
una forma dominante para el consumo de la imaginería fotográfica por más
de medio siglo, fue ante todo desarrollado en un esfuerzo por cuantificar
y formalizar la operación fisiológica de la visión binocular. Lo importante,
entonces, es que estos componentes centrales del "realismo"
del siglo XIX, de la cultura visual de masas, precedieron la
invención de la fotografía y de ninguna manera requirieron los
procedimientos fotográficos, o siquiera el desarrollo de las técnicas
de producción masiva. En cambio, ellos son inextricablemente dependientes
de un nuevo orden de conocimiento sobre el cuerpo y las relaciones constitutivas
de eseconocimiento con el poder social. En el medio de semejante búsqueda,
se inventaron cantidades de aparatos ópticos que más tarde devinieron
elementos de la cultura visual masiva del siglo XIX. El fenakitoscopio,
una de las muchas máquinas diseñadas para la simulación ilusoria del movimiento,
fue producido en medio de los estudios empíricos acerca de las imágenes
post-retinianas; el estereoscopio, una forma dominante para el consumo
de la imaginería fotográfica por más de medio siglo, fue ante todo desarrollado
en un esfuerzo por cuantificar y formalizar la operación fisiológica de
la visión binocular. Lo importante, entonces, es que estos componentes
centrales del "realismo" del siglo XIX, de la cultura visual
de masas, precedieron la invención de la fotografía y de ninguna manera
requirieron los procedimientos fotográficos, o siquiera el desarrollo
de las técnicas de producción masiva. En cambio, ellos son inextricablemente
dependientes de un nuevo orden de conocimiento sobre el cuerpo y las relaciones
constitutivas de ese conocimiento con el poder social. Estos aparatos
son el resultado de una compleja reconstrucción del individuo en tanto
observador como algo calculable y regularizable, y de la visión humana
como algo mensurable e incluso modificable.[21]
La estandarización de la imaginería visual en el siglo XIX, debe ser vista
entonces no simplemente como parte de nuevas formas de reproducción mecánica
sino en relación a un proceso más amplio de normalización y sujeción del
observador. Si hay una revolución en la naturaleza y la función del signo
en el siglo XIX, ésta no sucede independientemente de la reconstrucción
del sujeto. [22]
Los lectores de Vigilar y castigar han destacado con frecuencia
la declaración categórica de Foucault: "Nuestra sociedad no es una
sociedad de espectáculo sino de vigilancia (...). Nosotros no estamos
en un anfiteatro ni sobre un escenario sino en una máquina panóptica".
[23]
Aunque esta frase aparece en el medio de una comparación entre los órdenes
de poder en la antigüedad y la modernidad, el uso que hace Foucault del
término "espectáculo" está claramente inmerso en las polémicas
de la Francia posterior a 1968. Cuando él escribió el libro, en los primeros
años de la década del setenta, espectáculo era una obvia alusión al análisis
del capitalismo contemporáneo realizada por Guy Debord y otros.[24]
Uno bien puede imaginar el desdén de Foucault, en tanto él escribió una
de las más grandes meditaciones sobre la modernidad y el poder, ante cualquier
uso fácil o superficial de "espectáculo" como explicación acerca
de cómo las masas son "controladas" o "manipuladas"
por las imágenes mediáticas.
Pero la oposición que hace Foucault entre vigilancia y espectáculo parece
pasar por alto cómo los efectos de estos dos regímenes de poder pueden
coincidir. Usando el panóptico de Bentham como un objeto teorético fundamental,
Foucault enfatiza implacablemente los modos en que los sujetos humanos
devienen objetos de observación, y a en la forma de control institucional
o de estudio científico y comportamental; pero desatiende las nuevas formas
mediante las cuales la visión misma deviene un tipo de disciplina o modo
de trabajo. Los artefactos ópticos del siglo XIX de los que hablo aquí,
no menos que el panóptico, involucraron disposiciones de cuerpos en el
espacio, regulaciones de actividad y despliegue de cuerpos individuales,
lo que codificó y normalizó al observador con sistemas rígidamente definidos
de consumo visual. Esas fueron técnicas para el manejo de la atención,
para imponer homogeneidad, procedimientos anti-nómades que fijaron y aislaron
al observador a través de "fragmentaciones y atomizaciones (...)
por las que el individuo se ve reducido en tanto fuerza política".
La organización de la cultura de masas no procedió de ninguna otra área
inesencial o superestructural de la práctica social; estaba plenamente
embebida en las mismas transformaciones que Foucault subraya.
Estoy intentando sugerir, de todos modos, que la "sociedad del espectáculo"
aparece de pronto junto a estos desarrollos que detallo aquí. El "espectáculo",
tal como Debord utiliza este término, probablemente no toma forma efectiva
sino hasta varias décadas más tarde, en el siglo XX. En este libro, estoy
proponiendo algunas notas acerca de su prehistoria, de las tempranas raíces
del espectáculo. Debord, en un conocido pasaje, postula una de sus principales
características: "Desde el momento en que la tarea del espectáculo
es construir un mundo que ya no es más directamente perceptible sino que
debe ser visto a través de diferentes mediaciones específicas, es inevitable
que esto eleve el sentido humano de la vista al lugar que alguna vez ocupara
el tacto; el más abstracto de los sentidos, y el más fácilmente engañable,
la vista, es naturalmente el más adaptable a la generalizada abstracción
de la sociedad de nuestros días." Así, en mi descripción acerca de
la modernización y revaluación de la visión, indico cómo el sentido del
tacto había sido la parte constitutiva de las teorías clásicas de la visión
en los siglos XVII y XVIII. La posterior disociación entre tacto y vista
ocurre al interior de una intensa "separación de los sentidos"
y reconfiguración industrial del cuerpo en el siglo XIX. La pérdida del
tacto como un componente conceptual de la visión, significó la recuperación
por el ojo de la red de referencialidad encarnada en lo táctil y de su
relación subjetiva con el espacio percibido. Esta autonomización de la
vista, que se dio en muy diferentes dominios, fue una condición histórica
para la reconstrucción de un observador apto para las tareas del consumo
"espectacular". El aislamiento empírico de la visión no sólo
habilitó su cuantificación y homogeneización, sino que también permitió
a los nuevos objetos de visión (ya mercancías, fotografías, o el acto
de percepción en sí mismo) asumir una identidad mistificada y abstracta,
separada de cualquier relación con la posición del observador dentro de
un campo cognoscitivamente unificado. El estereoscopio es uno de los principales
acontecimientos culturales en los que esta brecha entre tangibilidad y
visualidad se hace particularmente evidente.
Si Foucault describe algunas de las condiciones epistemológicas e institucionales
del observador en el siglo XIX, otros han detallado la actual forma y
densidad del campo en el cual la percepción fue transformada. Quizá más
que ningún otro, Walter Benjamin ha delineado la trama heterogénea de
acontecimientos y objetos a través de los cuales fue constituido el observador
de este siglo. En los diversos fragmentos de sus escritos, encontramos
un observador ambulatorio conformado a partir de la convergencia de nuevos
espacios urbanos, tecnologías y nuevas funciones económicas y simbólicas
de imágenes y productos -tipos de iluminación artificial, nuevos usos
de los espejos, arquitectura de hierro y cristal, caminos, museos, jardines,
fotografía, moda, muchedumbres-. La percepción, para Benjamin, era profundamente
temporal y dinámica; él pone en claro cómo la modernidad subvierte también
la posibilidad de una mirada contemplativa. No hay nunca un acceso puro
al objeto aislado; la visión es siempre múltiple, adyacente a -y recubierta
por- otros objetos, deseos y vectores. Incluso el congelado espacio del
museo no puede trascender un mundo donde todo está en circulación. No
debería pasar inadvertido que Benjamin no examina por lo general un tópico:
la pintura del siglo XIX. Esta simplemente no es una parte significativa
de ese campo del cual el autor provee un rico inventario. Entre las muchas
cosas que implica esta omisión, ella indica ciertamente que para él la
pintura no era un elemento primordial en la reconfiguración de la percepción
en el siglo XIX. El observador de pinturas en el siglo XIX era siempre
también un observador que consumía simultáneamente una proliferante gama
de experiencias ópticas y sensoriales. En otras palabras, las pinturas
eran producidas e investidas de sentido no en alguna especie de impracticable
aislamiento estético, ni a partir de una tradición continua de códigos
pictóricos, sino como uno de los tantos elementos consumibles y efímeros
dentro de un creciente caos de imágenes, mercancías y estímulos.
Uno de los pocos artistas visuales sobre los que Benjamin trabaja es Charles
Meryon, mediado a través de la sensibilidad de Baudelaire. Meryon es importante
no por el contenido formal o iconográfico de su trabajo, sino como indicio
de una sensorialidad deteriorada que responde a los tempranos embates
de la modernización. Las imágenes de Meryon acerca de la inercia mineral
de la París medieval adquieren el valor de "imágenes residuales"
de un núcleo de espacios aniquilado en medio de la embestida de la renovación
urbana del Segundo Imperio, y las nerviosas incisiones cruciformes de
sus grabados advierten acerca de la atrofia del oficio artesanal de cara
a la reproducció industrial en serie. El ejemplo de Meryon confirma que
la visión en el siglo XIX era inseparable de la transitoriedad -esto es,
de las nuevas temporalidades, velocidades, experiencia de flujos y obsolescencia,
una nueva densidad y sedimentación de la estructura de la memoria visual-
Dentro del contexto de la modernidad, la percepción para Benjamin nunca
revela el mundo como presencia. Un modelo era el observador como flâneur,
consumidor movedizo de una incesante sucesión de imágenes ilusorias que
se presentan como mercancías. Pero el destructivo dinamismo de la modernización
era también condición para una visión que resistiera sus efectos, una
percepción vivificante del presente alcanzada por sus propias imágenes
residuales. Irónicamente, la percepción "estandarizada y desnaturalizada"
de las masas, a la cual Benjamin busca alternativas radicales, debe mucho
de su poder en el siglo XIX al estudio empírico y la cuantificación de
las imágenes postretinianas y de su particular temporalidad.
La pintura del siglo XIX también fue desatendida, por razones muy diferentes,
por los fundadores de la moderna historia del arte, una generación o dos
antes que Benjamin. Se ha vuelto fácil olvidar que la historia del arte
como disciplina académica tiene sus orígenes en este mismo contexto del
siglo XIX. Tres procesos desarrollados en el siglo XIX e inseparables
de la institucionalización de la práctica de la historia del arte son:
1. Los modos historicistas y evolucionistas de pensamiento que
permitieron que las formas fueran alineadas y clasificadas como un despliegue
en el tiempo.
2. Las transformaciones sociopolíticas que implicaron la aparición
de tiempo libre y la emancipación cultural de grandes sectores de población
urbana, uno de cuyos resultados fue el museo público de arte.
3. Los nuevos modos de reproducción en serie de imágenes, que
permitieron a su vez la circulación global y la yuxtaposición de copias
cada vez mejores y más creíbles de las más diversas obras de arte. Aun
cuando la modernidad del siglo XIX fue en parte la matriz de la historia
del arte, las obras de arte de esa modernidad fueron excluidas de los
esquemas explicativos y clasificadores dominantes en la historia del arte,
incluso en los comienzos del siglo XX.
Por ejemplo, dos tradiciones cruciales, una que parte desde Morelli y
otra de la Escuela de Warburg, fueron fundamentalmente incapaces de, o
renuentes a incluir al arte del siglo XIX dentro del alcance de sus investigaciones.
Esto a pesar de la relación dialéctica de estas prácticas con el momento
histórico de su propia; emergencia: las preocupaciones de la aproximación
morelliana a los conceptos de autoría y originalidad ocurren cuando nuevas
tecnologías y formas de intercambio ponen en cuestión las nociones de
"mano dotada", autoría y originalidad; y la búsqueda por parte
de los eruditos de la Escuela de Warburg de formas simbólicas que expresaran
los fundamentos espirituales de una cultura unificada coincide con una
desesperación cultural colectiva ante la ausencia o la imposibilidad de
tales formas en el presente. Así, estos modos superpuestos de historia
del arte tomaron como objetos privilegiados el arte figurativo de la antigüedad
y el Renacimiento. Lo que interesa aquí es el profundo reconocimiento,
por parte de los primeros historiadores del arte, de que el arte del siglo
XIX fue fundamentalmente discontinuo respecto del arte de las décadas
precedentes. Claramente, la discontinuidad que ellos sentían no es la
familiar ruptura que significaron Manet y el impresionismo; la cuestión,
en cambio, es entender por qué pintores tan diversos como Ingres, Overbeck,
Courbet, Delaroche, Meissonier, Von Köbell, Millais, Gleyre, Friedrich,
Cabanel, Gerôme y Delacroix (por nombrar sólo a unos pocos) encarnaron
juntos una superficie de representación mimética y figurativa en apariencia
similar, pero inquietantemente distinta de aquella que la precedió. El
silencio, la indiferencia e inclusive el desdén de los historiadores del
arte por el eclecticismo y las formas "degradadas" implicaban
que este período constituía un lenguaje visual radicalmente diferente
que no podía ser sometido a los mismos métodos de análisis, del que no
se podía hablar de la misma manera, que ni siquiera podía ser interpretado.
El trabajo de las generaciones subsiguientes de historiadores del arte,
de todos modos, pronto oscureció esa intuición inaugural acerca de la
ruptura, de la diferencia. El siglo XIX gradualmente comenzó a ser asimilado
a la línea oficial de la disciplina a través de un examen aparentemente
desapasionado y objetivo, de forma similar a lo que había sucedido antes
con el arte de la antigüedad tardía. Pero en un intento por domesticar
ese extrañamiento ante el cual habían retrocedido los primeros estudiosos,
los historiadores explicaban el arte del siglo XIX de acuerdo con modelos
tomados del análisis del arte anterior. Inicialmente, se transfirieron
las principales categorías formales de la pintura renacentista a los artistas
del siglo XIX, pero a partir de 1940, nociones como contenidos de clase
e imaginería popular pasaron a reemplazar a la inconografía tradicional.
Sin embargo, al insertar a la pintura del siglo XIX en una historia del
arte continua y en un aparato discursivo de explicación unificado, algo
de su esencial diferencia se perdió. Para recuperar esa diferencia, uno
debe reconocer hasta qué punto la producción, el consumo y la efectividad
de ese arte dependen del observador -y de una organización de lo visible
que excede en mucho del dominio de lo que convencionalmente analiza la
historia del arte-. El aislamiento de la pintura posterior a 1830 como
una categoría de estudio viable y autosuficiente se torna, como mínimo,
altamente problemática.
La circulación y recepción de toda la imaginería visual está tan estrechamente
interrelacionada para mediados de siglo, que cualquier forma de representación
visual ya no tiene, por sí sola, una identidad autónoma significativa.
Los sentidos y efectos de cada imagen son siempre adyacentes tanto a este
ambiente sobrecargado y plurisensorial como al observador que lo habita.
Benjamin, por ejemplo, vio al museo de arte de mediados del siglo XIX
simplemente como uno de los tantos espacios de ensueño, que era experimentado
y recorrido por un observador de un modo no muy diferente a como podían
serlo las galerías, los jardines botánicos, los museos de cera, los casinos,
las estaciones de tren o las grandes tiendas.
Nietzsche describe la posición del individuo dentro de este entorno en
términos de una crisis de asimilación:
"La sensibilidad inmensamente más irritable; ... la mayor abundancia
de impresiones dispares jamás vista: el cosmopolitismo en comidas, literaturas,
diarios, modos, modales, gustos, inclusive paisajes. El tempo de esta
afluencia es prestissimo; las impresiones se borran unas a otras; uno
instintivamente se resiste a admitir algo profundamente, "digerir"
algo; un debilitamiento del poder de digerir resulta de todo esto. Una
suerte de adaptación al aluvión de impresiones toma lugar: los hombres
desaprenden la acción espontánea, ellos meramente reaccionan a los estímulos
que les llegan desde el exterior."
Como Benjamin, Nietzsche mina aquí toda posibilidad de una mirada contemplativa
y postula una distracción anti-estética como un rasgo central de la modernidad,
algo que Georg Simmel y otros iban luego a examinar en detalle. Cuando
Nietzsche utiliza palabras cuasi-científicas como "afluencia",
"adaptación", "reacción" e "irritabilidad",
lo hace en relación a un mundo que ya ha sido reconfigurado en tomo a
nuevos componentes perceptuales. La modernidad, en este caso, coincide
con el colapso de modelos clásicos de visión y sus espacios estables de
representación. En cambio, la observación es cada vez más una cuestión
de sensaciones equivalentes y estímulos que no refieren a una localización
espacial. Lo que se inicia en los años que van de 1820 a 1830 es un reposicionamiento
del observador, que deja fuera las relaciones fijas de interior/exterior
presupuestas por la cámara oscura y se interna en un terreno no demarcado,
en el cual la distinción entre sensación interna y signos externos se
hace irreversiblemente borrosa. Si acaso hay una "liberación"
de la visión en el siglo XIX, es en este momento cuando sucede por primera
vez. En ausencia de un modelo jurídico de la cámara oscura, hay una puesta
en libertad de la visión, un desbordamiento de las estructuras rígidas
que le habían dado forma y habían constituido sus objetos.
Pero casi en simultáneo con esta última disolución de un fundamento trascendente
para la visión, emerge una pluralidad de medios para recodificar la actividad
del ojo, para regimentarla, para elevar su productividad y evitar sus
distracciones. En este sentido, los imperativos de la modernización capitalista,
a la vez que demolieron el campo de la visión clásica, generaron técnicas
para imponer la atención visual, racionalizar la sensación y organizar
la percepción. Estas fueron técnicas disciplinarias que requirieron concebir
a la experiencia visual como instrumental, modificable y esencialmente
abstracta, y que nunca más permitieron que un mundo real adquiriera solidez
o permanencia.
Una vez que la visión fue posicionada en la inmediatez empírica del cuerpo
del observador, pasó a pertenecer al tiempo, al flujo, a la muerte. Las
garantías de autoridad, identidad y universalidad provistas por la cámara
oscura son de otra época.
(*) Introducción a Techniques of the observer.
MIT Press, Cambridge, Massachussets, 1990.
NOTAS
(1) Ver mi "Eclipse of the Spectacle",
en Art After Modernism: Rethinking Representation, Boston, Ed.
Brian Wallis, 1984.
(2)
En algún sentido, mis propósitos en este estudio son "genealógicos",
siguiendo a Michel Foucault: "No creo que el problema pueda ser resuelto
historizando el sujeto como postulan los fenomenólogos, fabricando un
sujeto que se desarrolla a través del curso de la historia. Uno tiene
que desprenderse del sujeto constituyente, deshacerse del sujeto en sí
mismo, es decir, arribar a un análisis que pueda dar cuenta de la constitución
del sujeto dentro de un entramado histórico. Y esto es lo que yo llamaría
genealogía; una forma de historia que puede dar cuenta de la constitución
de saberes, discursos, dominios de objetos, etc., sin tener que hacer
referencia a un sujeto que o bien es trascendental en relación a un campo
de acontecimientos o recorre su vacía monotonía a lo largo del curso de
la historia". Power/Knowledge, Nueva York, 1980.
(3)
Sobre las tradiciones científicas e intelectuales en las cuales los objetos
son "agregados de partes relativamente independientes", ver
P. Feyerabend, Problems of Empiricism, vol. 2, Cambridge, 1981.
(4)
G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia, Pre-textos,
1988.
(5) G. Deleuze, Foucault, Madrid,
Paidós, 1987.
(6)
M. H. Abrams, El espejo y la lámpara: La teoría romántica y la tradición
critica, Buenos Aires, Nova, 1962.
(7)
G. Vattimo, El fin de la modernidad, Barcelona, Gedisa, 1986.
(8)
Aquí es relevante el bosquejo histórico de G. Deleuze y F. Guattari, en
Anti-Edipo. Aquí la modernidad es un continuo proceso de "desterritorialización",
un volver abstractos e intercambiables a cuerpos, objetos y relaciones.
Pero, como insisten Deleuze y Guattari, la nueva mutabilidad de las formas
bajo el capitalismo es la condición para su "reterritorialización"
en nuevas jerarquías e instituciones. La industrialización del siglo XIX
es discutida en términos de desterritorialización, desarraigo, y producción
de flujos en M. Guillaume, Eloge du Désordre, París, 1978.
(9)
Ver K. Marx, Grundrisse: "De allí la exploración de toda
la naturaleza en vistas a descubrir cualidades nuevas, útiles, en las
cosas; el intercambio universal de productos provenientes de climas y
tierras extraños; nuevos (artificiales) modos de preparar objetos naturales,
por los cuales se les otorga nuevos valores de uso. La exploración de
la tierra en todas las direcciones, para descubrir nuevas cosas útiles
y también nuevas cualidades útiles en lo viejo; (...) además, el descubrimiento,
la creación y la satisfacción de nuevas necesidades que surgen de la propia
sociedad; la cultivación de todas las cualidades del ser humano social,
la producción de lo mismo de la manera lo más rica posible en términos
de necesidades, en tanto rica en cualidades y relaciones -la producción
de este ser como el producto social más total y universal posible-".
(10)
J. Baudrillard, La sociedad de consumo, Barcelona, Plaza y Janés,
1971. Enfatizado en el original. Algunos de estos cambios han sido descriptos
por Adorno como "la adaptación [del observador] al orden de la racionalidad
burguesa y, en última instancia, a la era de la industria avanzada, la
cual fue construida por el ojo cuando éste se acostumbró a percibir la
realidad como una realidad de objetos y, por lo tanto, básicamente de
mercancías".
(11)
T. Adorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1980: "Al negar
la implícitamente conceptual naturaleza del arte, la norma de la visualidad
reifica esta visualidad en una opaca, impenetrable cualidad -una réplica
del petrificado mundo exterior, cautelosa ante todo aquello que pueda
interferir con la pretensión de armonía que el trabajo presupone-".
(12)
J. Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Caracas,
Monte Avila, 1980.
(13)
lbídem
(14)
El modelo más importante para la producción industrial en serie en el
siglo XIX fue el de municiones y repuestos militares. El argumento de
que la necesidad de que los objetos en serie fueran absolutamente similares
e intercambiables provino de los requerimientos bélicos, y no del desarrollo
en algún sector específicamente económico, está expuesto en M. De Landa,
War in the Age of lntelligent Machines, Nueva York, Zone Books,
1990.
(15) Para argumentos relacionadas a esto, ver
J. Tag, "The Currency of the Photograph", en Thinking photography,
Londres, Victor Burgin, 1982; y A. Sekula, "The Traffic in Photographs",
en Photography Against the Grain: Essays and Photo Works 1973-1983,
Halifax, 1984.
(16)
K. Marx, El Capital, vol. I.
(17)
M. Foucault, Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI, 1977.
(18)
Ibídem.
(19)
Idem.
(20)
Para Georges Canguilhem, los procesos de normalización sobrevienen con
la modernización en el siglo XIX: "Como la reforma pedagógica, la
reforma de los hospitales expresa una demanda de racionalización que también
aparece en política, así como en economía, bajo los efectos de la naciente
mecanización industrial". Lo normal y lo patológico, Buenos
Aires, Siglo XXI, 1973. Canguilhem afirma que el verbo "normalizar"
es usado por primera vez en 1834.
(21)
La medición toma un rol primordial en un amplio espectro de las ciencias
físicas entre los años 1800 y 1850, siendo la fecha clave 1840, de acuerdo
a T. S. Khun, "The Function of Measurement in Modern Physical Science",
en La tensión esencial, Madrid, Alianza, 1981. Khun se basa en
Ian Hacking: "Después del 1800 aproximadamente, hay una avalancha
de números, mayormente notarial en las ciencias sociales (...). Quizá
podría señalarse como plataforma giratoria el año 1832, cuando Charles
Babbage, el inventor de la computadora digital, publicó su breve panfleto
instando a la publicación de tablas de todos los números constantes conocidos
en las ciencias y las artes". Hacking,
Representing and Intervening: Introductory Topics in the Philosophy of
Natural Science, Cambridge, 1983.
(22)
La noción de Baudrillard acerca de un corrimiento de los signos fijos
de las sociedades feudales y aristocráticas hacia el régimen de intercambio
simbólico de la modernidad encuentra una transformación recíproca articularla
por Foucault en términos del individuo: "El momento que vio la transición
de mecanismos histórico-rituales para la formación de la individualidad
hacia mecanismos científico-disciplinarios, cuando la norma se impone
a lo ancestral y la medición al estatus, sustituyendo así la individualidad
del hombre memorable por aquella del hombre calculable, ese momento en
que las ciencias del hombre se hacen posibles, es el momento en que fueron
implementadas una nueva tecnología de poder y una nueva anatomía política
del cuerpo". Vigilar y castigar.
(23)
M. Foucault, Vigilar y castigar, op. cit.
(24)
G. Debord, La sociedad del espectáculo, Buenos Aires.
Extraído de la Revista "Artefato", Buenos Aires.
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