De
por qué el “hacete cargo” es un resabio religioso
Es
un instrumento para cualquier despoblador, es una herramienta
ideal para cuando se quiere congelar a alguien de por vida en
cierta posición.
Partimos
del supuesto de que los catálogos son sólo una descripción geográfica,
nada más. No hay clínica en eso. Podemos hablar de histeria, neurosis
obsesiva, perversión, psicosis y decir necedades tales como que
“uno se debe a su estructura”, “un sujeto actúa en conformidad
a los significantes que lo determinan”, y muchas frases que resuenan
como campanadas de acuerdo en todo el ámbito psi, más allá de
que se trate de psicoanálisis o no –porque el psicoanálisis, como
bastión cultural, ha creado cuestionamientos, que por ser verdaderos
prestaron todo un armazón teórica que se prestó perfectamente
al arte de tomarlos a la ligera, para mejor ignorarlos y usar
toda una hermosa gama de etiquetas aquí y allá; ejemplo: la represión
sexual de hoy día está a un millar de kilómetros de distancia
de lo que era en la época de Freud, eso no quita que una sujeto
cuyo posicionamiento sea histérico, sea un ápice diferente en
cuanto al tema princeps en la histeria, es decir, el dejar
siempre al otro pagando; y sin embargo no se deja de repetir,
en el boliche de moda o en el bar de la esquina, “lo que pasa
es que Pedrito es un reprimido sexual”, “Juanita es una histérica”,
decantaciones de los esbozos de teoría que en algún momento habrían
abierto puertas de indagación en un inconsciente marcado por el
gestionamiento maquínico de la sociedad de una época, los mismos
enunciados que en otra sociedad cierran cualquier puerta a la
indagación del inconsciente –tranquilizan, adormecen, dejan descansar
en paz.
De
momento que pensamos en que la persona que está delante nuestro
pertenece a tal o tal otra estructura y que eso lo determina ya
estamos en un juego de ajedrez que no acabará más que en la tontería
de ratificar que la teoría que nos enseñaron en la escuelita de
turno era correcta. Hay un garante, hay una verdad, todos estamos
religiosamente satisfechos en nuestra fe.
Lo
diferente es pensar que se trata de constelaciones subjetivas.
Posicionamientos. Una dominante y otras subrogadas. Lo que le
tocó en suerte a una sujeto y con lo que se las está arreglando
en la vida. El reparto de la baraja se ha efectuado, a tal lugar,
a tal determinación social, a tal agenciamiento grupal corresponderá
un posicionamiento edípico preciso. Una persona actúa como histérico
en un lugar y como obsesivo en otro. Una paranoia puede ocultar
una posición esquizofrénica. Una pantalla histérica puede ser
la excusa para no caer en la melancolía. Un delirio puede ser
reivindicativo, querellante, paranoico, y en última instancia
no hace más que mostrar el afincamiento que logró el sujeto para
no desvanecerse ante el Otro, realzándolo u oponiéndose, poco
importa.
¿Qué
hacemos cuando diagnosticamos? Simplemente ignorar la dinámica
de la subjetividad. La posibilidad de virar, de hacer que el inconsciente
deje de masticar el mismo hueso ad eternum.
No
existen patologías psíquicas. La sola noción de higiene mental
es posicionarse en un lugar de exclusión, fuera del grupo humano,
una divinidad encarnada y capaz de juzgar. En cambio sí existen
modos de sostener subjetividades, de hundirse o mantenerse a flote
con cierto aire mecánico, heredado filogenéticamente de generación
en generación. El trabajo de un clínico es mostrar eso. No es
bajar líneas para dirigir ningún tipo de cura, como si
se supiese hacia donde caminar para evitar la tormenta, como si
estuviésemos tan curados, como si nos creyésemos aptos para soportar
las creencias que siempre nacen de las flaquezas, de los generadores
de desesperación.
El
único lugar en el que la idea monástica de la abstinencia parece
tener eficacia, y es ético practicarla, es en el momento de correrse
del lugar de ser Verdad encarnada. Aquel a quien le está permitido
emitir juicios porque garantizará mi goce, mi encubrimiento, mi
tranquilidad en las firmes tierras de la fe, la apertura del más
allá que hará que mi más acá sea plácidamente vivido tal y como
siempre lo viví. ¿Y qué mejor forma de emitir juicios que callando,
para que todos los juicios imaginables sean ratificados en el
silencio complaciente de los labios de quien se hace llamar analista
(palabra que es en sí misma una paradoja y un contrasentido, la
garantía de que alguien está autorizado y sabe mirar a través
del microscopio de teoría que supo construir la escuela de turno)?
Entonces,
“hacerse cargo”, ¿de qué? ¿De los significantes con los que pude
construir algo de mi subjetividad y que cimentan mi goce? Supongo
que no podría dejar de hacerlo, no si me los son mostrados. Pero
“aceptarlo” y hacer de eso mi bandera no deja de ser la declaración
mundial de la muerte de la clínica, la inhumación definitiva del
descubrimiento del inconsciente. La a-temporalidad que deja en
suspenso la vida, el frío glacial con que puebla sus sueños un
masoquista. Es la precipitación a la pendiente del “identificarse
al síntoma”, obra maestra de cierta escuela francesa que prefiere
hacer rulos en la cresta de la abstracción antes que ensuciarse
las manos con la mundanidad del inconsciente cotidiano.
“Hacerse
cargo” encierra la moralización de la clínica.
Tal como el psiquiatra no es otra cosa que un policía con delantal
de pureza y con cierta ampliación de su inteligencia profesional,
las “responsabilidades” subjetivas no encubren otra cosa que la
insistente y denodada culpabilización con la que dos mil años
de cristianismo han tratado de fijar la subjetividad, de
instaurar territorios de poder, distribución de identidades, repartir
roles.
El
“hacerse cargo” olvida con demasiada facilidad que la subjetividad
nace de un Otro como matriz, de un diálogo que se decanta de una
época de inermidad ante el mundo que dejó como secuelas el mismo
Edipo –con la completa gama de variantes de perpetuación o de
fuga, con todos sus trayectos de anti-edipización y sus regresiones
intrauterinas–, un diálogo que sólo en el menor porcentaje de
casos adopta maneras lenguajeras –las preferencias se vuelcan
para el lado de los actos, los montajes, los tartamudeos y el
espectro total de símbolos que la humanidad haya forjado.
“Hacerse
cargo” encierra la creencia no confesada de que existe un hombre
responsable, consciente de sus actos, completo por donde se lo
vea, adulto, serio, que sabe siempre lo que hace, dueño y señor
de cada palabra, incapaz de ser sorprendido. En otras palabras:
un hombre que no tenga inconsciente, que en su pre-consciente,
o incluso en su consciencia, abarque la totalidad de los procesos
que suceden en él.
Las
palabras nos llevan a una paradoja: o las tomamos como cosas (y
nos ganamos el direccionamiento a cierta página de un diccionario
elemental psiquiátrico en la que se nos alertará de que somos
psicóticos), o la tomamos como simples palabras, tan variadas
y cambiantes como el aire que pasa por nuestra garganta para pronunciarlas
(y con eso es seguro que ya las podremos usar a voluntad, las
habremos hecho inofensivas). La variante del “hacerse cargo” encaja
con la primera vertiente, creer en su fijeza constante (así le
llamemos a eso significante en lugar del término “palabras”).
Aunque los hay quienes saben cargar al otro –llámese paciente–
de todas las mochilas en forma de cruces que la boca vacilante
y la imaginación en vilo puedan crear –por obra de la sugestión
o de las noches de insomnio–, sin por ello quedar atrapados en
sus propias redes –y esa es otra de las virtudes de hablar poco,
casi nada, preguntar en lugar de afirmar, callar las propias enunciaciones
en beneficio de repetir las enunciaciones del denominado paciente,
en resumen: hablar siempre desde ningún lugar (que también es
el lugar de Dios).
La
respuesta no es ni uno ni otro callejón sin salida. La respuesta
es que tras las mostraciones de sus posicionamientos, de las construcciones
adecuadas (que es distinto a interpretar, a callar o a hacer preguntas
sin ton ni son esperando alegremente a que el sujeto se ponga
a trabajar por pura voluntad de abandonar el goce que pueda tener),
de los cortejos en torno a cierta verdad inherente a un sujeto,
una persona pueda investir las palabras, apropiárselas, adquirir
autenticidad. Y todo esto es diametralmente opuesto a la moralina
imbécil de “hacer que el otro se haga cargo”, tan oscuro y propagador
de impotencias como pedir que se “acepte la castración” –signo
de que los analistas no hacen otra cosa que sostener los intereses
del poder: pedir que el sujeto lisa y llanamente se adapte a las
fijaciones que se le asignaron.
Tan
inocente como pensar que con hechar luz una persona dejará de
repetir en torno a su goce, tan inocente como creer en la fuerza
de voluntad, en el salvador, en el pecado, en Dios...